En los últimos años se han perfilado nuevos y difusos escenarios de catástrofe que parecen difíciles de superar en el marco de las llamadas formas de cooperación. Esto es válido sobre todo para la amenaza al ecosistema global y para los peligros de una desestabilización político-social de dimensión universal, por causa de una desigualdad social cada vez mayor entre las regiones del mundo, y también dentro de ellas. En este contexto, una transferencia cuando menos parcial de la soberanía a instancias de decisión efectivas, democráticamente legitimadas a nivel global, parece inevitable en el mediano o largo plazo, si se quiere que exista una buena oportunidad de manejar los problemas globales. Pese a que sólo puede imaginarse un «Estado mundial» semejante como un monstruo burocrático, en realidad podría funcionar si está construido según el principio del subsidiarismo y cede competencias esenciales a instancias regionales o locales.